El Cabaret Voltaire

Te encuentras frente a la barra pidiendo una copa. Emmy Hennings, del otro lado, canta acompañada del piano desafinado. Suena algo de Aristide Bruant y, posteriormente, la melodía cambia para dar paso al repertorio de Frank Wedekind. Tras el acto de Hennings, sube al escenario Tristán Tzara y comienza a recitar: He sacado el antiguo sueño de la caja como sacas tú el sombrero… Escuchas. Vuelves a tu copa. Estás en el número uno de la estrecha calle que lleva el nombre de Spiegelgasse, lugar donde en 1916 nació el Dadá. Estás en el Cabaret Voltaire.

Al estallar la Primera Guerra Mundial, Zúrich se convirtió en el hogar de jóvenes y artistas refugiados que llegaron a Suiza huyendo del tormento de la guerra. De entre ellos, arribó el filósofo, escritor y poeta Hugo Ball, acompañado de su mujer, la actriz Emmy Henning. Socorridos por el afán de tener un centro de entretenimiento  y, a su vez, de tener un refugio para los intelectuales, estos artistas fundaron en 1916 un cabaret al puro estilo parisino, que llevó el nombre de una de las figuras más emblemáticas para Ball: Voltaire.

Cuenta la leyenda que en una de las tertualias el poeta Tristán Tzara, Hugo Ball y el pintor Hans Arp abrieron al azar las páginas de un diccionario y encontraron la palabra «dadá». Otros apuntan a que fueron los camareros del Café Terrasse —lugar donde se reunían los artistas— quienes le asignaron Dadá al grupo al decir que su lengua era incomprensible, a excepción de la sílaba da-da (sí-sí). Fuese como fuese y tan absurdo como se pensase, en ese momento nació un movimiento cuya principal premisa fue el rechazo a los valores sociales y estéticos a través de lo incomprensible e irracional.

“Dadá no significa nada; no es nada; nada, nada, nada”, decía el francés Picabia, quien en 1918, junto con Tzara, dio pie al Manifiesto Dadá.

Como parte del movimiento, en el Voltaire se leían manifiestos y textos en voz alta y se exhibían trabajos de artistas como Otto van Rees, Janco e incluso del mismo Picasso. A su vez, se montaban espectáculos donde los dadaístas solían usar disfraces confeccionados por ellos mismos -el disfraz era visto como una puerta abierta para dar rienda suelta a las inhibiciones-.

El cabaret pronto se convirtió en la escena del exceso, y por tanto, en pocos meses los espectáculos que ahí se presentaron fueron adquiriendo fama. Los estudiantes y la gente de clase media eran quienes conformaban la mayor parte de la audiencia del establecimiento.

El ingenio no paraba. Tzara, por ejemplo, recurría al azar para confeccionar sus poemas dadaístas a través de recortes de periódico, mientras que otros hacían declamaciones y protestas contra la guerra. Había quienes a través de sus pinturas se enfrentaban duramente a las formas artísticas clásicas. Cada trabajo era la pieza de un gran rompecabezas que mediante lo visual, lo auditivo y lo táctil, lograba una homogeneidad que despertaba la fantasía del espectador. Wassily Kandinsky lo llamaba “el arte como todo”.

El absurdo, la burla y lo ilógico se impusieron. El Cabaret Voltaire era un no-lugar donde el vacío del conflicto seducía  y donde todas las experiencias eran posibles. Pronto, lo que comenzó como un centro de entretenimiento terminó convirtiéndose en un movimiento emergente que impuso una nueva estética. Dadá era imaginación, azar, espontaneidad, locura, burla, humor, exhibicionismo. Dadá era pero a la vez no era.

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Al terminar el último verso, Tzara baja del estrado en medio de aplausos y elogios. El siguiente número es un baile, seguramente de putas. Se te han terminado los francos así que no te queda otra opción que retirarte del cabaret. Te deslizas de la silla y te encaminas con cierta dificultad a la salida. Tropiezas. Vuelves a tropezar. Estás de nuevo en la estrecha Spiegelgasse. Miras el reloj. No es tan tarde, aún tienes tiempo de pasar con Werner a jugar una partida de ajedrez.

 

También publicado en: La Coctelera